La preciosa casa de la playa, donde han ido Cristina, Peter y Joaquín a pasar unos días. Yo no he ido por dos razones: primero porque mi salud no me lo permite, pero sobretodo porque toda la casa palmo a palmo está llena de Joaquín, diría que hay recuerdos de él y recuerdos míos pero no es así, en cualquier caso serían recuerdos de los dos: los dos íbamos a comprar, los dos pedíamos presupuestos, los dos…

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Tras morir él fui alguna vez para dejar las cosas recogidas. Fui tan feliz allí con él y los niños… ya os habréis dado cuenta de que toda la familia de Joaquín no me quería aunque en la entrada del blog anterior se puede comprobar que la abuela pasó muchos veranos con nosotros (ella y yo nos queríamos mucho). Unos veranos se quedaba con la chica y con Cristina porque todavía era muy pequeña, mientras nosotros estábamos de viaje. Otras veces venía y estábamos todos.

Un día la tía Rosario me dijo ¿Puedo ir a tu casa de la playa? y yo le dije claro que sí.

Y vino, vio como yo era, vio como yo quería a Joaquín.

Cristina siempre ha sido de un carácter dulce y acogedor, yo diría que ha sido de todos los nietos la que más ha querido a la abuela.

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“Pirate” mi perrito hizo migas con la abuela y se le subía a su regazo porque sentía calorcito. La verdad es que a “Pirate” lo queríamos todos. Cuando se murió, mi hijo Joaquín dijo en broma, “mamá yo no quiero que se vaya, porque no lo disecamos y lo ponemos en una maderita con cuatro ruedas y un hilito” como en la novela Hotel New Hampshire.

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Pero eso no fue nada, lo gordo en mi familia, mi reducida familia, fue cuando faltó Joaquín: esta casa también está llena de recuerdos pero yo quiero vivir en ella, los tengo asimilados más de otra manera, y ella misma me ayudara a morirme.

 

He quitado todo el jardín, apenas tengo nada, pero nunca quitaré aquel olivo que él quiso poner y que los dos adorábamos.

 

 

 

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